Hace un año, el Papa Francisco visitó nuestra patria. No vino por curiosidad turística, ni porque seamos un país muy importante, sino por los problemas que los obispos mexicanos le dimos a conocer durante la Visita Ad limina, en mayo de 2015. Quiso visitar los lugares con mayores conflictos, como Ecatepec, que es una zona periférica formada por inmigrantes de todo el país; como Michoacán, afectado por el narcotráfico; como Ciudad Juárez, por el grave fenómeno de la migración hacia los Estados Unidos; y Chiapas, por la marginación de los pueblos originarios y por la problemática de las familias. No podía dejar de reunirse con los políticos, pero también con los niños con cáncer, con los ancianos y enfermos, con los jóvenes y los presos. Sobre todo, quiso estar un buen tiempo a solas con la imagen de la Virgen de Guadalupe, en un silencio profundo de oración.
Cuando algunos me preguntan qué nos dejó su visita, y cuando los escépticos de todo dicen que su presencia fue algo pasajero y anecdótico, les digo que el Papa nos confirmó en la fe, nos alentó en el corazón, consoló a los que son despreciados, nos manifestó que, para Dios y para la Iglesia, los pobres, los enfermos, los presos y los indígenas son prioritarios. Nos enseñó, con su ejemplo, que no debemos estar esperando en los templos a que la gente se acerque, sino acercarnos a quienes necesitan el amor de Dios, para llevarles la Palabra de Dios, la luz del Evangelio. Nos enseñó que no debemos quedarnos encerrados en nuestras sacristías y oficinas, sino ser una Iglesia en salida, una Iglesia misionera, abierta y cercana a quienes están en las periferias, no sólo geográficas, sino existenciales y humanas.
Resalto particularmente su presencia en nuestra diócesis, para estar cerca de todos, pero en especial de los pueblos indígenas. Nos invitó a tomar en cuenta las culturas originarias y no despreciarlas. Empezó su homilía diciendo unas palabras en tsotsil: Li smantal Kajvaltike toj lek: La ley del Señor es perfecta del todo. Con las mismas, concluyó. Si el Papa se esforzó por decir al menos unas palabras en un idioma indígena, deberíamos valorar más estos idiomas, que no son meros dialectos, sino verdaderos idiomas, con todo su derecho a existir y a ser tomados en cuenta.
Pidió perdón a los indígenas por tantos desprecios que han seguido sufriendo hasta la fecha. Dijo textualmente: “Muchas veces, de modo sistemático y estructural, vuestros pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, sus culturas y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón!, perdón hermanos. El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita a ustedes”.
Exhortó a los jóvenes a no perder “la sabiduría de sus ancianos”. Nos invitó a cuidar la hermana madre tierra, que ha sido tan destruida por intereses económicos. Dijo: “El desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos impactan a todos y nos interpelan. Ya no podemos hacernos los sordos frente a una de las mayores crisis ambientales de la historia”.
Como centro de todo, nos presentó a Jesucristo, el verdadero Sol que ilumina a los pueblos, para que, en El, todos tengamos vida plena. Como siempre, el centro no es el Papa, sino Jesucristo. Ojalá que sigamos meditando sus mensajes, para que no queden en el olvido.